El vino hace 2.500 años y su conservación en ánforas de terracota

Miguel Guzman Peredo






“El museo de antigüedades más rico del mundo permanece aún inaccesible: es el fondo del Mediterráneo” (SALOMÓN REINACH)




Tesoros del Museo de Prehistoria de Valencia


Al comenzar el año 2009 se llevó a cabo la vigesimotercera cena de la serie “Gastrónomos y Epicúreos”, del Grupo Enológico Mexicano, en un salón privado del restaurante “Bistro 235”, de la capital mexicana. En esta ocasión Miguel Guzmán Peredo, director general de esa agrupación de enófilos, disertó acerca del comercio marítimo del vino en el mar Mediterráneo hace poco más de veinticinco centurias.

En su exposición dijo que la gran mayoría de quienes hacen referencia a los orígenes del vino concuerdan que fue en Sumeria, el país de mayor antigüedad en Mesopotamia, donde dio comienzo, hace seis o siete milenios, el cultivo de la vid y la elaboración del vino. De aquí se irradió la actividad agrícola cuya finalidad era la vitivinicultura a las regiones vecinas, los valles próximos a los ríos Tigris y Eufrates, para luego ser propagada a sitios más distantes. En Ur, la antigua capital de Mesopotamia, ubicada a orillas del Eufrates, fueron descubiertas numerosas tablillas de barro cocido, de una edad estimada en dos mil setecientos cincuenta años, que narran diversos episodios alusivos a la manera de elaborar el vino.

Otros historiadores de esta dionisiaca bebida aseveran que el cultivo de la vid, y la consecuente elaboración de vino, era práctica corriente muchos siglos antes que lo que se afirma ocurrió en el Medio Oriente. Los paleobotánicos han encontrado semillas fósiles de uvas en Georgia y Armenia, en Transcaucasia, de una antigüedad calculada en siete u ocho mil años.

Cabe agregar que en la ciudad turca de Catalhuyuk, en la zona central de la península de Anatolia, los arqueólogos encontraron los restos más antiguos, conocidos al presente, de objetos relacionados con el vino. Se trata de tinajas -seguramente de barro cocido- que contuvieron vino hace nueve mil quinientos años.

Se ha dicho que del Medio Oriente fue llevada la vid a Grecia. Llegó vía la isla de Creta, procedente quizá de Egipto y Fenicia (región ésta que ocupaba la costa oriental del Mediterráneo, donde hoy en día está Líbano). Más tarde se irradió su cultivo a numerosas islas de ese archipiélago, donde floreció la producción de vino. Tucídides, célebre historiador griego, dijo que “Los pueblos del Mediterráneo empezaron a salir de la barbarie cuando aprendieron a cultivar la aceituna y la uva”.

En el hermoso libro Historia del vino, de Hugh Johnson, queda asentado que “Grecia se preparó para imitar a los fenicios en sus viajes de exploración, y para la fundación de nuevas ciudades fuera del “lago griego”, en que se había convertido el Mar Egeo. Muy pronto, colonias tan prósperas como Siracusa y la punta de Italia pasaron a llamarse Magna Grecia... A la misma época de búsqueda intensa de más tierra pertenece la primera colonización griega del sur de Francia, cuando los foceos procedentes de Lidia (Asia Menor), bajo amenaza de la invasión persa de su territorio, fundaron Massalia (la actual Marsella) y establecieron también colonias en Córcega. En torno al año 500 A.C Massalia elaboraba su propio vino y fabricaba ánforas para transportarlo. Según el historiador romano Justino: “De los griegos, los galos aprendieron un modo de vida civilizado... a cultivar la vid y la oliva. Su progreso fue tan brillante que parecía que la Galia se había convertido en parte de Grecia”.

Fueron los griegos quienes llevaron la vitivinicultura a la península ibérica, hace aproximadamente veintisiete centurias. El comercio del vino, en ánforas de terracota (que igualmente contenían aceite, trigo, agua y garum), se hacía mediante la navegación costera, en barcos movidos por el viento. Quienes se hallaban a bordo navegaban únicamente de día, en aguas litorales, de escasa profundidad.

Ya quedó mencionado que las ánforas eran el recipiente empleado para guardar y transportar vino, aceite, cereales, agua y garum En el libro Inmersión y Ciencia se recoge el testimonio de M. A. Grenier acerca de ese producto a base de animales marinos. Él afirmó que: “Era un condimento muy sazonado y aromatizado. Se preparaba con intestinos de pequeños peces, salados y expuestos al sol durante varios días. El líquido que se desprendía, filtrado, constituía el garum, con él se mezclaban pequeños peces enteros, boquerones y sardinas, y también ostras y gambas. Esta salsa era en extremo costosa, muy apreciada, y se utilizaba en toda clase de platillos”. Cabe agregar que si bien la palabra garum es de origen incierto, se piensa que los griegos -quienes ya elaboraban, en el siglo IV A.C, esta salsa con la cual aliñaban toda clase de platillos- daban el nombre de garo a un pez que viene a ser el equivalente del llamado caballa, por los españoles, y utilizaban las vísceras de una larga lista de peces y mariscos, que después de ser salados eran puestos a secar al sol. El líquido que exudaba esa masa, de olor y sabor muy penetrante, era el garum.

Acerca de la navegación en el Mediterráneo, hace muchísimas centurias, menciona Jacques-Yves Cousteau (quien en la segunda mitrad del siglo XX comenzó a difundir las maravillas del mundo submarino, que era posible contemplar al sumergirse buceando, utilizando la escafandra autónoma) en su obra El mundo silencioso: “Los barcos fenicios, griegos, cartagineses y romanos transportaban miles de ánforas, colocadas en bastidores en el interior de la bodega. El extremo inferior de las ánforas tiene forma cónica, y fuera del barco se plantaba en tierra o se introducía en un trípode preparado al efecto. A bordo se introducían probablemente en agujeros especiales practicados en los bastidores”.

La práctica del buceo llamado autónomo, que permite al buceador “volar” literalmente por los espacios submarinos (en contraposición con aquella actividad -generalmente comercial, que es realizada a considerables profundidades- en la cual el buzo se sirve de una escafandra cuyo peso es de cien kilogramos) permitió la exploración de los barcos hundidos (los cuales reciben el nombre de pecios), que zozobraron no lejos de la costa del Mediterráneo, donde han sido encontradas -y recuperadas- miles y miles de ánforas de formas y tamaños diferentes.

Philippe Diolé, buceador contemporáneo de Cousteau, escribió un bello libro que lleva por título Viaje por los mundos sumergidos, donde volcó su fascinación por la exploración del fondo del mar. Ahí describe la primera recuperación de objetos de arte en el lecho del Mediterráneo, y así dice: “La más antigua y hasta la fecha (1953) la más afortunada de las exploraciones submarinas se llevó a cabo desde 1907 hasta 1913 en la galera de Madhia. Y en apoyo a sus palabras cita a Salomón Reinach, una autoridad en el mundo del arte en los primeros años del siglo XX, quien afirmó: “No se había hecho ningún descubrimiento tan considerable desde los de Pompeya y Herculano”. Diolé consigna que la nave de Anthéor (en la Costa Azul francesa), que yace a veintiún metros, y la galera de Madhia (en la costa oriental de Túnez), localizada a cuarenta metros de profundidad, naufragaron en el siglo primero A.C. La galera de Madhia, que se fue a pique alrededor del año 80 antes de nuestra era, contenía infinidad de obras de arte: esculturas de bronce, de mármol, capiteles, columnas de orden jónico, crateras, jarrones, etc., producto de la rapiña del dictador romano Lucio Cornelio Sila en Atenas, en el año 86 A.C.

Del barco hundido en Anthéor, a veintiún metros de profundidad y a poca distancia de la costa, y de su cargamento de miles de ánforas, escribió Philippe Diolé: “El documento de mayor interés recogido en las ánforas de Anthéor consiste en los tapones encontrados en algunos cuellos de ánforas. Existe un tapón de corcho y encima un disco sellado en el que figuraban algunas letras. Estaba hecho de puzolana. Esta sustancia, de origen volcánico, soporta sin alterarse una prolongada inmersión. Los romanos la empleaban para formar el hormigón de sus construcciones portuarias”. Y luego agregó: “Mil quinientos años antes de Jesucristo el comercio del vino era ya activo en el Mediterráneo. Los vinos de Grecia y de la Magna Grecia (Sicilia, donde los griegos se habían instalado desde el siglo octavo antes de nuestra era) se adelantaron considerablemente a las legiones de César. La afición a estos vinos está comprobada en la Galia desde el siglo VI a.C.”.

Al ocuparse de las ánforas de terracota de la región de Campania (terracota es un vocablo latino que significa tierra cocida), donde eran guardados los vinos de Italia, dice Diolé que eran “amasadas con la tierra volcánica del Vesubio, donde se escalonaban los viñedos. Los vinos eran muy parecidos a ciertos vinos griegos de hoy, pues eran mezclados con miel, aloe, tomillo, mirra, bayas de mirto e incluso, a veces, agua de mar”.

Hugh Johnson, citado líneas arriba, al ocuparse de esos esbeltos recipientes, que llegaban a medir 120 centímetros, señala que “Las ánforas griegas permitían guardar alrededor de 40 litros; las romanas en torno a 26 (aproximadamente tres docenas de botellas modernas). El ánfora fue una invención de los cananeos, los antepasados de los fenicios, quienes la introdujeron a Egipto en el año 1.500 a.C... Convenientemente sellada, un ánfora era tan hermética como una botella y conservaba el vino en buenas condiciones durante muchísimo tiempo. Sin las ánforas, el mundo no habría conocido el esplendor del vino añejo”.

Al concluir su charla recordó el conferenciante que en un viaje a Italia visitó el Museo Naval Romano de Albenga, una pintoresca población de la Riviera italiana, en la costa de Liguria. Allí se guardan 728 ánforas intactas, o casi intactas (se piensa que el barco, que naufragó en el primer decenio del siglo primero antes de nuestra era, a 45 metros de profundidad, contenía de mil quinientas a dos mil ánforas). Fue explorado en el año 1950, y se estimó que la nave medía cuarenta metros de largo por quince de ancho (casi las mismas dimensiones que las naves de Anthéor y Madhia). En el primer año de su exploración en el fondo del Mar Tirreno fueron recuperadas todas las ánforas que conserva el museo. En aquella ocasión Miguel Guzmán Peredo fue obsequiado con la “cabeza” (la parte superior) de una ánfora, de dos mil años de antigüedad, que en la cena de “Gastrónomos y Epicúreos” mostró a los comensales asistentes.

A continuación José del Valle Rivas, Director General de la empresa Selección del Sommelier, y miembro de Número del Grupo Enológico Mexicano, habló de los vinos de la Bodega Francois Lurton, de Argentina, en especial de las cepas Torrontés y Bonarda.

De los orígenes de la Bodega Lurton, de Francia, mencionó que en 1988 Jacques y François Lurton, hijos de André Lurton, crearon en Burdeos la bodega que lleva sus nombres, con el objetivo de elaborar vinos en distintas partes del mundo. Partieron de la idea según la cual es posible hacer buenos vinos en cualquier región donde la vid crezca en condiciones normales, y crearon, de ese modo, una gran gama de vinos procedentes de todo el mundo. Cada uno con su estilo, poseen una excelente relación precio-calidad que responden a la demanda actual. Para esto, seleccionaron los mejores “terroirs” donde vinifican todos los vinos que venden, ayudados por su propio equipo de enólogos. En sus inicios la bodega producía vinos varietales, una novedad para la época. En 1992 comenzaron a seleccionar las zonas de acuerdo al varietal y las tierras según el clima. En la actualidad, Jacques y François vinifican y producen vinos en seis países: Francia, Argentina, España, Uruguay, Chile y Australia. En años recientes ambos hermanos se separaron, comercialmente hablando, y es Francois quien actualmente maneja en Argentina la empresa que lleva su nombre.

De la capa Torrontés dijo José del Valle Rivas que se piensa procede de la familia Muscatel, y es sabido que da origen al vino blanco de mayor tipicidad de Argentina, país que es uno de los pocos en el mundo que elaboran deliciosos vinos con esta variedad. En los Valles de Mendoza, Cafayate y Chilecito hay grandes extensiones de viñas con esta cepa. Y del vidueño Bonarda expresó que se piensa tiene dos orígenes: el Piamonte de Italia, o bien de la variedad francesa Corbeau Noir. Hoy por hoy es la uva de mayor proyección en Argentina. Por muchos años se utilizó como base para la producción de vinos de corte (mezcla de diversas uvas), pero actualmente, dadas sus inigualables características, es la segunda cepa más plantada en dicho país del Cono Sur. Mientras que en 1936 se registraba un cultivo de 6.000 hectáreas de Bonarda, para el año 2001 ya se superaban las 15.000, por debajo únicamente de la cepa Malbec.

Los Miembros de Número del Grupo Enológico Mexicano allí presentes comentaron favorablemente las características organolépticas de ambos vinos, de la marca Bodega Francois Lurton, de la cosecha 2007. Del vino blanco Torrontés fueron encomiados sus deliciosos aromas a guayaba, membrillo, miel y flores blancas, Es de cuerpo untuoso y de muy grata acidez y prolongado retrogusto. Del vino tinto Bonarda se mencionó su color rojo granate, aromas de barrica, tabaco, ciruela pasa, regaliz. A la boca es un vino bien estructurado, de taninos agradables.

En seguida fue servida una suculenta cena, preparada por Mauricio Romero Gatica y Héctor Dongu, chefs del “Bistro 235”. La entrada fue Timbal de arroz negro y mariscos salteados con crema al vino blanco, que armonizó sápidamente con ambos vinos. Luego fue servido un plato de Mil hojas de pato confitado en salsa de mandarina, que maridó muy bien con el vino Bonarda Lurton. El postre, Crepas rellenas de frutos rojos y crema de chocolate blanco, resultó un exquisito melindre.

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guzmanperedo@hotmail.com

fuente: http://www.afuegolento.com

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